Una Nueva Justicia Civil para Chile
El Mercurio Legal
Ariel Wolfenson.
El aporte del Imperio Romano a la filosofía moderna no fue —en caso alguno— asimilable al de los antiguos griegos, sin embargo, sí fue generoso en cuanto a la evolución del Derecho. No es de sorprender que sea al famoso filósofo romano Séneca a quien se le atribuyan las palabras que ahora toman un nuevo trago de vida: “Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”.
A pocos días del año 2020, y mientras el aroma a muérdago se siente en el aire, la reforma más esperada de las últimas décadas sigue durmiendo en el Senado, sin mostrar señales de aparecer bajo el árbol después de la cena navideña. La implementación de una nueva justicia civil que, siguiendo el lineamiento de la reforma a la justicia penal, familiar, y laboral se unirá como el último eslabón de una cadena que, mientras no sea soldada por completo en el Diario Oficial, mantiene endeble el futuro judicial del país.
Es preciso recordar las palabras del ministro Larraín, quien levantó en agosto del año 2018 una luz de inspiración: “En Chile hemos hecho reformas a todos los procedimientos, pero la reforma a la justicia civil es la gran reforma pendiente y quizás es la más importante, porque es la que afecta a la mayor cantidad de personas, y por eso, el trabajo que se está haciendo es acercar la justicia a la gente”. Enfatizando enseguida que los procedimientos más sencillos, expeditos y orales, sumados a una mayor iniciativa del juzgador para llevar los procedimientos judiciales a término, nos llevaría cual Copérnico a un paso adelante, quizás no al origen del universo, pero sí a la evolución de nuestra cultura jurídica.
La existencia de dos audiencias, una preparatoria, donde se relaten los hechos y las partes expongan los medios de prueba de que se valdrán para probar sus pretensiones, y una posterior audiencia de juicio, donde la prueba ofrecida se presente ante los ojos de la sana crítica del juzgador manteniendo los principios elementales de la inmediación, ha demostrado ser un avance inconmensurable al entendimiento, eficiencia y cercanía no solo de los abogados en su ejercicio profesional, sino también en la ciudadanía y su percepción respecto de la justicia en nuestro país. En el mismo orden de ideas, el nuevo sistema de notificaciones, ahora encargado al Poder Judicial, y la continua integración de las tecnologías digitales han agilizado —en todas las ramas en que se ha empleado— los procedimientos. Toda vez que le han quitado cargas injustificadas a los profesionales del Derecho y han permitido, de esta manera, al centrarse ahora plenamente en la argumentación jurídica, una mayor eficacia y eficiencia en el desempeño de la justicia. Finalmente, la proclamación de mayores instancias de mediación y otros medios de resolución alternativa de conflictos promete reducir los altos costos de los litigios y someter al juez a conocer —solamente— aquellos casos en que necesariamente ameriten su intervención, mejorando así también la eficiencia interna del sistema.
Las demás ramas del Derecho ya dieron frutos. El primero en incursionar en el fértil camino de la oralidad fue el sistema penal en el año 2001, luego el familiar, en 2004, y, finalmente, el laboral, en 2008. El proyecto para la reforma civil, pese a haber sido presentado el 2006, desde su aprobación por la Cámara de Diputados en 2014 se ha mantenido olvidado y estático, como un sol brillante escondido tras las nubes de la ineficiencia legislativa.
El contexto del llamado estallido social que ha vivido el país en el ocaso de este año ha enarbolado una consigna de dignidad en la que se incluyen incontables necesidades, que se esgrime deben ser resueltas por la clase política (cada una con mayor imperiosidad que la anterior). Parece cristalino que la reforma al procedimiento civil se ve oculta tras la gran ola de la justicia social, cuando precisamente debiese ser una de sus protagonistas, ser el gran surfista del cañón de Nazaré y no el sargazo que se pierde entre la espuma burbujeante. Si bien se dice que un mal acuerdo es mejor que un buen juicio, en Chile termina siendo más cierto que en ninguna otra parte, toda vez que el sistema más utilizado por la ciudadanía (el procedimiento civil) está estructurado para empecinarse indefinidamente en discusiones, incidentes y apelaciones, llenando el sistema de laberintos dilatorios que —si bien pudieron atender a una realidad pretérita— no resisten en un ambiente en que los grupos medios de la sociedad son quienes con mayor frecuencia acuden a satisfacer sus pretensiones y, por lo pronto, a hacer valer sus derechos. Un sistema en que los costos son altos, las respuestas son lentas y el juez está entregado únicamente al esfuerzo de las partes por poner peso a una balanza sin sostener su cruz, desemboca en que acercarse a la justicia resulta ser más dañino que aprender a vivir sin ella.
Está fuera de toda duda que la nueva Constitución, que será votada en cuatro meses más, cambiará el paradigma jurídico en Chile e impulsará reformas legales que no darán al Congreso tiempo para respiros. Es en ese contexto que, como comunidad jurídica, tenemos el derecho y el deber de llamar a impulsar su aprobación inmediata, antes de que se pierda entre miles de hojas de proyectos que, siendo de indiscutida relevancia, no llevan en su alma el anhelado principio de una nueva justicia para Chile.
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